JERARQUÍA DE LA IGLESIA CATÓLICA

LA IGLESIA CATÓLICA Y SU CONSTITUCIÓN JERARQUICA SEGÚN LA TRADICIÓN ANTIGUA

Pbro. Freddy Andrade 

Aportes e Ilustraciones Pbro. Adams Rodríguez 

De San Ignacio tenemos el primer testimonio que se ha conservado en donde se llama a la Iglesia cristiana “Iglesia Católica”. Escribe: “donde quiera que esté Jesucristo, allí está la Iglesia Católica”. Arroja también mucha luz sobre la organización jerárquica de la Iglesia de su tiempo, pues dirige sus cartas a iglesias destinatarias que contaban con una jerarquía tripartita perfectamente definida: un obispo que las gobernaba (episcopado monárquico), un colegio de presbíteros subordinado a él, y uno o más diáconos.



“Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos como a los Apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización. Dondequiera que apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia Católica. Sin contar con el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía; sino, más bien, aquello que él aprobare, eso es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hiciereis sea seguro y válido.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmirniotas 8,1-2)




“Como quiera, pues, que en las personas susodichas contemple en la fe a toda vuestra muchedumbre y a todos os cobré amor, yo os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los ancianos, que representan el colegio de los Apóstoles, y teniendo los diáconos, para mí dulcísimos, encomendado el ministerio de Jesucristo, el que antes de los siglos estaba junto al Padre y se manifestó al fin de los tiempos.”  (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 6,1)


“Síguese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otro si, de Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas de una lira.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 4,1)




“Así, pues, a todos vosotros tuve la suerte de veros en la persona de Damas, obispo vuestro digno de Dios, y de vuestros dignos presbíteros Bajo y Apolonio, así como del diácono Soción, consiervo mío, de quien ojalá me fuera a mí dado gozar, pues se somete a su obispo como a la gracia de Dios y al colegio de ancianos como a la ley de Jesucristo.”  (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 2,1)


Lo mismo se observa a lo largo de sus epístolas (Carta a los Efesios 1,3; 3,2; 4,1; Carta a los Magnesios 2; 3,1; 6,1; 7,1; 13,1; 15,1; Carta a los Trailianos 1,1; 3,1; 12,2; Carta a los Filadelfios 1; 3,2; 7,1-2; Carta a Policarpo 1; 6,1; Carta a los Esmirniotas 8,1-2; 12,2.)


Algo importante en todo esto es que San Ignacio habla a una audiencia de la cual asume que al igual que él conoce bien que esta estructura jerárquica la tienen todas las iglesias cristianas:


“Mas comoquiera que la caridad no me consiente callar acerca de vosotros, de ahí mi propósito de exhortaros a que corráis todos a una con el pensamiento y sentir de Dios, pues Jesucristo, vivir nuestro del que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del Padre, al modo que también los obispos, establecidos por los confines de la tierra, están en el pensamiento  y sentir de Jesucristo.”   (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 3,2)


Esto apoya la tesis tradicional de que el episcopado monárquico ha tenido su origen en los propios apóstoles, y por lo tanto, en Jesucristo mismo, y no ha sido, como ha supuesto buena parte de la teología contemporánea, un tardío desarrollo de la doctrina cristiana. A este respecto explica el historiador y patrólogo Daniel Ruiz Bueno:


“Este ha sido por largo tiempo otro de los tropiezos de la crítica para admitir la autenticidad de las cartas de San Ignacio, pues con ellas había de tragarse un episcopado monárquico y una jerarquía perfectamente definida a fines del siglo I, con lo que caían por tierra muchas caras teorías. Pero las teorías son las teorías y los textos son los textos. Ahora bien, los textos de las cartas ignacianas nos atestiguan con absoluta diafanidad y con machacona insistencia que cada Iglesia –Antioquía, Esmirna, Éfeso, Trales, Filadelfia – tiene a su cabeza un ἐπίσκοπος, “intendente, inspector”, autoridad suprema en la comunidad, que se agrega como dependiente y subordinado suyo, un πρεσβυτέριον, colegio de “ancianos” que le asiste como una especie de “senado”, y un tercer cuerpo de diáconos o ministros.”


 El historiador católico José Orlandis añade:


“Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las Iglesias paulinas, fundadas por el Apóstol de las Gentes. Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la Iglesia, pastor de los fieles, y en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.”




La herejía y el cisma

Para San Ignacio la sucesión de obispos en línea directa hasta los apóstoles es uno de los pilares necesarios para que la Iglesia se mantenga incorruptible y no ceda a la tentación de caer en herejías y cismas:




“Así, estando en medio de ellos, di un grito, clamé con fuerte voz, con voz de Dios: “¡Atención a vuestro obispo, al colegio de ancianos y a los diáconos!” Cierto que hubo quien sospechó que yo dije eso por saber de antemano la escisión de algunos de ellos; pero pongo por testigo a Aquel por quien llevo estas cadenas, que no lo supe por carne de hombre. Fue antes bien el Espíritu quien dio este pregón: “Guardad vuestra carne como templo de Dios. Amad la unión. Huid de las escisiones. Sed imitadores de Jesucristo, como también Él lo es de su Padre.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 7,1-2)


“A lo que sí os exhorto ―pero no yo, sino la caridad de Jesucristo― es a que uséis sólo del alimento cristiano y os abstengáis de toda hierba ajena, que es la herejía. Los herejes entretejen a Jesucristo con sus propias especulaciones, presentándose como dignos de todo crédito, cuando son en realidad como quienes brindan un veneno mortífero diluido en vino con miel. El incauto que gustosamente se lo toma, bebe en funesto placer su propia muerte. ¡Alerta, pues, contra los tales! Y así será con la condición de que no os engriáis y os mantengáis inseparables de Jesucristo Dios, de vuestro obispo y de las ordenaciones de los Apóstoles. El que está dentro del altar es puro; mas el que está fuera del altar, no es puro. Quiero decir, el que hace algo a espaldas del obispo y del colegio de los ancianos, ése es el que no está puro y limpio en su conciencia.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos 6-7)


Identifica la herejía como un pecado gravísimo, incluso más que el adulterio, porque corrompe la verdadera fe:


“Ahora bien, si los que cometen ese pecado [adulterio] según la carne merecen la muerte, ¡Cuánto más el que corrompa, con su mala doctrina, la fe de Dios, por la que Jesucristo fue crucificado! Ese tal, convertido en un impuro, irá al fuego inextinguible y, lo mismo que él, quienquiera lo escuchare.


La causa, justamente, porque el Señor consintió recibir ungüento sobre su cabeza, fue para infundir incorrupción a la Iglesia. No os dejéis ungir del pestilente ungüento de la doctrina del príncipe de este mundo, no sea que os lleve cautivos lejos de la vida que nos ha sido propuesta como galardón” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 16,2; 17,1-2)


“Que nadie, pues, os engañe, como, en efecto, no os dejáis engañar, siendo como sois, íntegramente de Dios. Porque como sea cierto que ninguna herejía, que pudiera atormentaros, tenga asiento entre vosotros, prueba es ello de que vivís según Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,1)


Añade también que aquellos que han caído en herejía pueden arrepentirse y volver al seno de la Iglesia Católica:


“Ahora bien, por lo que a mí toca, hice lo que me cumplía como hombre siempre dispuesto a la unión; porque donde hay escisión e ira no habita Dios. Eso sí, a todos los que se arrepienten les perdona el Señor, con la condición de que su arrepentimiento termine en la unidad de Dios y en el senado del obispo. Yo confío en la gracia de Jesucristo, que Él desatará de vosotros toda ligadura. Sin embargo, yo os exhorto a que nada hagáis por espíritu de contienda, sino cual dice a discípulos de Cristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 8,1-2)


“Apartaos de las malas hierbas, que no cultiva Jesucristo, pues no son los herejes plantación del Padre. Y no lo digo porque hallara yo entre vosotros escisión; lo que hallé fue limpieza. Y es así que, cuantos son de Dios y de Jesucristo, ésos son los que están al lado del obispo. Ahora que, cuantos, arrepentidos, volvieren a la unidad de la Iglesia, también ésos serán de Dios, a fin de que vivan conforme a Jesucristo. No os llevéis a engaño, hermanos míos. Si alguno sigue a un cismático, no hereda el reino de Dios. El que camina en sentir ajeno a la Iglesia, ése no puede tener parte en la pasión del Señor.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,1)


Importante es además congregarse en comunidad en la Iglesia, y contrasta esta actitud con la del soberbio que dice tener fe pero no acude a la reunión de los fieles:


“Que nadie se llame a engaño. Si alguno no está dentro del ámbito del altar, se priva del pan de Dios. Porque si la oración de uno o dos tiene tanta fuerza, ¡Cuánto más la del obispo juntamente con toda la Iglesia! Así, pues, el que no acude a la reunión de los fieles, ése es ya un soberbio y él mismo pronuncia su propia sentencia. Porque escrito está: Dios resiste a los soberbios. Pongamos, por ende, empeño en no resistir al obispo, a fin de estar sometidos a Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 5,2-3)

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